Exposición «El retrato moderno en España»

Exposición «El retrato moderno en España»

la llamada mudaQue en los  últimos tiempos se viene mostrando especial interés por el retrato en el panorama artístico a nivel mundial del que el madrileño es reflejo son claros testimonios entre otros las exposiciones que han tenido y tienen lugar en Madrid: En el Museo del Prado ( El Retrato del Greco a Picasso, de Octubre 2004 a febrero 2005); en la Galería Thyssen, compartido con Caja Madrid( El Espejo y la Máscara, el retrato en el siglo de Picasso- de febrero a mayo de 2007) y   ahora en la Real Academia de Bellas Artes de San  Fernando con  “El Retrato Moderno en España”, durante los meses de  noviembre y diciembre de 2007.

Estas  exposiciones dan ocasión de reflexión sobre un género, que, entendiendo por tal en sentido amplio la efigie humana en su individualidad  o como prototipo, es lo que más ha interesado desde siempre  al individuo humano: él mismo y sus semejantes inmediatos.

Las representaciones prehistóricas requieren de nueva interpretación; pero la dificultad del uso de los medios y el que se considere  la representación  en sentido propiciatorio para la satisfacción de  necesidades  vitales del grupo, no son óbice que impida ver figuras arquetípicas que responden a la interpretación formal de modelo.

Porque en toda representación se representa en primer lugar el propio creador, incluso físicamente y no sólo en sus capacidades y limitaciones; sino igualmente en su mundo de pertenencia tanto individual como social y  su mundo de añoranza o de referencia, lo que es y lo que quisiera ser y su lucha y grado de seguridad en el proceso de conseguirlo. En este sentido cabe la sentencia de Lucien Freud: “Todo es retrato”

¿Hasta dónde llegamos en la comprensión y la emoción respecto de lo representado? Hasta donde nos permita el sistema de valor de nuestro medio y momento de pertenencia e igualmente nuestra sensibilidad, formación y plenas capacidades personales lo hagan posible.

Si asociamos “espejo” a la voluntad mimética o imitativa en la representación de modelo y en su límite  a la confusión modelo- figura representada y “máscara” a la intermediación de la idea hasta llegar en el límite de abstracción al bloqueo comprensivo en la relación observador-creador, “máscara y espejo” aparecen juntos en mayor o menor grado en  todas las representaciones. La pintura no se da sin ideas. (Teodorov., Elogio del individuo, 2006., pg.9)

La representación  del  individuo  estuvo desde siempre  cargada de “fuerzas mágicas activas”, que prolongaban la existencia del vivo representado (en el caso del faraón egipcio con voluntad de eternidad), y le mantenían con capacidad de incidir sobre los componentes del medio de pertenencia. Esta capacidad de acción directa fue perdiéndose paulatinamente en la medida en la que el ser humano adecuaba su dimensión humana  a su responsabilidad de acción  y en el proceso la imagen se fue fijando en el doble sentido del  conmemorativo y de recuerdo hacia  el más banal; pero no menos importante, de  prestigio social.

La escultura de bulto redondo y el relieve fueron los más perdurables;  la pintura, que debió ser abundantísima, se ha perdido en su mayor parte; pero nos han quedado  muestras de lo que consideramos retrato (El faraón Akenaton, s. XIV a. J.C.), y ya de personas comunes sobre tabla y a la encaústica en la localidad egipcia del Fayum, retratos muy abundantes en número. Estas pinturas son referencia ineludible del intenso verismo del retrato griego( que suponemos magistral a juzgar por la escultura), aquí  de época romana, tal la llamada “muda” que presentamos y que hoy como ayer en sus 2.000 años de existencia se nos impone con su actualidad personal desafiante a la que nos sentimos inmediatamente ligados.

Bajo el cristianismo se rechaza en un principio la representación; de Dios, como imposible y del  individuo como no merecedor. En el s. VI se reglamenta la imagen en base a alegorías para que el pueblo iletrado pueda conocer los dogmas a su través. Retrato sigue haciéndose, pero es un retrato esquemático,  generalmente en mosaico, de quienes ostentan el poder, emperadores o papas.

Momento fuerte del retrato fue el humanismo renaciente  del s. XV. El redescubrimiento del individuo que viene precedido desde el punto de vista teórico de las propuestas nominalistas, que reclaman la existencia de lo individual y desde el punto de vista práctico, de  la iluminación de los bellísimos “Libros de Horas”, especialmente de la corte de Borgoña.

A tenor de las nuevas leyes de representación, del interés por la naturaleza, por la luz y las sombras, y por el descubrimiento de la “perspectiva”, que establece  el punto de vista relativo al contemplador, Flandes especialmente e Italia  y Alemania van a  rivalizar en la representación de la persona individualizada,  plenamente viva, que muestra su pizca de vanidad al exhibir a la vez su próspera posición social a la admiración colectiva.

Durante los s. XVI y XVII se mantendrán los dos polos citados: el alemán Holbein; el holandés Rembrandt,  incomparable en sus efectos lumínicos con sus retratos de grupo, gremiales; Italia con Leonardo y Rafael y  los venecianos, Ticiano y Tintoretto y son ellos quienes marcan la pauta del retrato al más alto nivel.

En España  El Greco y Velázquez, son las dos personalidades, hitos  de máxima originalidad.  Manierista el primero, no pierde la opción representativa que da en los retratos una verdad plenamente convincente de la personalidad del retratado y   es capaz de desvincular la forma en articulaciones varias dentro de la misma representación, lo que le llevará a ser reivindicado por los pintores del s. XX, que, como Picasso, trabajan desde presupuestos de interés múltiple, tanto de la propia obra, como de la idea, sin perder la identidad del modelo.

Velázquez, de quien se dice que sigue los pasos del Greco en el retrato, integra igualmente el individuo en una multiplicidad de planteamientos; pero, eminentemente barroco, optimiza y organiza la visión representativa, llevando a sus últimas consecuencias el enfoque perspectivo y los recursos lumínicos  para representar al individuo, conjugando la distancia de apariencia idealizada; pero en su máxima plenitud de dignidad personal en el medio social en que se integra.

Los autores coinciden en señalar en el s. XIX la ruptura de este concepto  de “voluntad representativa” del individuo,  compartida en connivencia con la sociedad, que ha sido cómplice de los valores y símbolos que la representación  contiene y que los comprende y reclama.

Los hechos históricos, los sucesos políticos, nos muestran una realidad otra en la que se ha abierto paso la modernidad.

Goya  recoge en el retrato esta nueva síntesis genial, un proceso que culmina en el transcurso de su propia vida hasta sus últimos momentos. Goya se anticipa a los impresionistas, que se interesarán más en la obra como entidad y en los “efectos” a conseguir en ella que en la individuación del modelo. Goya   refuerza el interés  por el individuo a la vez que por los profundos cambios que están teniendo lugar en el medio entorno.

Sus imágenes, que son los individuos de ese entorno, cambian profundamente, cambia y se incrementa su responsabilidad frente a los acontecimientos,  cambian por tanto por fuera de atuendo, lo que condiciona su apariencia física, piramidal y  simplificada, como requiere la nueva racionalidad; cambia su entonación, inmersa en negro, sin renunciar a los empastes vibrantes en los claros, con los que configura nuevos sistemas  que articula en la significación compleja de sus retratos, a los que cabe añadir las sugerencias simbólicas que dan pié a nuevas vías de representación a finales de siglo.

Podemos considerar que abre también el retrato psicológico, que define la personalidad moderna del retratado.

A partir de ahora, el individuo sufre su independencia, se estimula la pluralidad de pensamiento y la originalidad y con ellas la   rapidez del cambio, a la vez que se va perdiendo la dimensión simbólica en el retrato.

Todo a lo largo del s. XIX la burguesía  reclama también su retrato. El crítico decimonónico Theodore Duret califica el retrato  como “género de arte burgués”. Neoclásicos y románticos la complacerán  participando aún del mismo concepto estético de representatividad y de interés por el individuo  tanto el  Romanticismo  durante la primera mitad del siglo como el Realismo de la segunda. Se comenta jocosamente que” el retrato morirá de éxito”.

Ingres, de cuidadísimo dibujo, vuelve a  incluir a sus retratados

en su medio entorno, entorno que tanto el Greco como Velázquez  y Goya  habían cuestionado, aislando  la figura en su individualidad personal.  Ingres es otro de los pintores que sirve de referente para  pintores  de pleno s. XX, porque no solo reclama la condición plástica de  la figura  tanto como la verosimilitud del modelo  sino que abre nuevos encuadres en relación con el espacio de representación.

Francastel nos dice y es del mayor interés,  que la fotografía no incide negativamente sobre el retrato, sino que lo estimula y ciertamente se mueven ambos medios en paralelo y a distinta dimensión.  Los pintores se hacen coleccionistas de fotografías.

Son otras las razones que irán postergando el retrato hacia finales de siglo y que hacen que los pintores desvíen el interés inmediato por el individuo y lo centren en  el concepto de tipo o en la escena de género con predominio de la acción sobre el modelo.  El mundo se concibe como unidad universal, se concibe en nuevas dimensiones. En 1918 Georg Simel se plantea la validez del retrato en relación con los nuevos medios de percepción.

Los pintores impresionistas  en una introspección reflexiva se interesan por la   entidad independiente de su propia obra y por la acción  de los personajes  en una ordenación convencional que no exige del reconocimiento de la personalidad de los mismos, a la vez que se desentienden del sentido de la representación.

Así el modelo pierde interés respecto de la propia obra, esa “superficie de  dos dimensiones” sobre la que nos llama la atención Denise.

El artista se entregará a una nueva búsqueda formal, en ocasiones sígnica y las formas se independizan y construyen nuevas relaciones, que van dejando de lado el sujeto de referencia camino de la abstracción.

Los simbolistas tratan de recuperar el antiguo sentido y los impresionistas no acaban de  entender la nueva propuesta.

La contemporaneidad del s. XX aporta básicamente la explosión de la libertad,  la multiplicidad opcional en la representación (la representación como experimentación) con un incremento exponencial en la posibilidad de comunicación, que  culmina en   la coexistencia de criterios: criterio de representación, referido al mundo visible, el criterio de  reflexión, abstracción  en el que se pierde el referente y finalmente criterio conceptual, que es eminentemente posicional y  desde el que el artista “ habla; pero ya no se produce cuadro” (Teodorov. Ibid. Pg.217.)

El retrato, como actitud humanista, de interés profundamente  humano, requiere enraizarse en una actitud que ahonda y sobrepasa la apariencia externa para comprender y vibrar al unísono con la persona “el otro”.

Worringer (1905) plantea la dicotomía de ensimismamiento frente a  la naturaleza respecto de la angustia de orígenes diversos  en el individuo como polos de humanismo clasicista opuesto al desgarrado expresionismo.

Los movimientos del s. XX Cubismo  y Fauvismo tratan al individuo como un objeto cualquiera; la persona se sustituye por estructuras imaginarias que se desvinculan de la realidad visible del individuo. Matisse dice: “No veo ninguna mujer, hago un cuadro”.

Picasso parece haber descubierto  el  significado paradigmático de la “máscara”( como “armas que ayudan a la gente para no caer en la influencia de los espíritus)” y lo aplica en su experimentación  hacia la síntesis cubista, a la que no es ajena el románico medieval, lo que aparece ya en 1906 en el retrato de Gertrude Stein, en el que se pasa de la voluntad de plasmación de  lo  percibido a la conceptuación, hacia las raíces expresivas primigenias de las que brotará la experiencia y la ruptura cubista, que fragmenta y destruye la identidad del retratado.

“La deconstrucción del retrato como género testimonia que el hombre dotado de nuevos medios de acción sobre su entorno (cine), no se sitúa de manera estable en relación con el universo” (Francastel, El Retrato, pg. 233).

Pero Picasso va y vuelve la mirada a Ingres a partir de 1916 y desde 1917 y durante  los años 20, en consonancia con su propia vida, hace los retratos de Olga Koklova de claro planteamiento clasicista, que enmarcan lo que  entre los años 20 y 30  se ha dado en llamar “La vuelta al orden”, reclamada por Cocteau, años que marcan un nuevo esplendor del retrato con un nuevo protagonismo del artista.

A esta vuelta a la recuperación de la individualidad en el retrato en ese período de entreguerras no es ajena la vuelta de la mirada de los artistas alemanes de la llamada “ Nueva Objetividad” o “ Realismo Mágico” en palabras del alemán Franz Roh: Otto Dix, Christian Shad o George Grosz; hacia los primitivos flamencos; pero ahora el resultado es una mueca sarcástica caricaturesca (Max Beckmann), un guiño del artista, que es propiamente quien ejerce ahora el protagonismo del retrato, a esa sociedad, que también aparece conjuntamente retratada  como  sociedad colectivamente enferma.

Esta vuelta al orden  es el objeto de la exposición que ahora se presenta en la Real Academia de Bellas Artes.

Se trata aquí de pintores españoles que cultivan el retrato y que  en su mayor parte salieron a París, participando de las propuestas que a nivel internacional tenían lugar en la capital francesa, que lo era del arte en aquellos momentos en los que   Picasso tuvo indiscutible influencia.

Una excelente panorámica, que plantea un elenco de la producción desigual de este período, que es a la vez reflejo de la diversidad de pensamiento nacional y de los focos de producción retratística  con obras de indudable interés.  De Sorolla a Nonell, con el retrato de Ruiz Senen de José Gutiérrez Solana y el del pintor Narciso Balenciaga de Zuloaga,  como la propuesta simbolista de Julio Romero de Torres, el retrato de Gil Bel de Ortega Muñoz, el del abogado Antoni Torrent de Cristofol, el  de Doménech Pruna por Pere Pruna o el  delicado autorretrato de Olga Sacharoff.  Daniel Vázquez Díaz representa su grácil experiencia cubista,  sobrepasada en profundidad e interés por el retrato de Alberto Lasplaces de Barradas, cubismo que sobrevuela también  “La rotunda  Galana” juvenil de Gregorio Prieto o el retrato tipo de niño de Togores. La marquesa de Alquibla, de Ángeles Santos es el broche  de oro a la vez que el anuncio de la muestra.

 

FOTOGRAFÍA:

  1. ”La llamada muda”. Retrato funerario del Fayum. S. II D.J.C. (Louvre)
  2. Robert de Masmines por Robert Campin (1380-1444)
  3. La dama del abanico (1635) de Velázquez (1599-1660). Colección Wallace
  4. Retrato de Gertrude Stein (1906). Pablo Picasso (1881-1973)
  5. Retrato de Gil Bel (1927). De Godofredo  Ortega Muñoz (1905-1982)
  6. Sabasa García (Entre 1806-1811). Francisco de Goya (1746-1828)